Hacia mediados del siglo sexto antes de Cristo, Daniel tuvo una revelación numérica acerca del tiempo que tardará el triunfo del Mesías y, con ello, lo que durará el designio mediador de la nación judía.
Siendo un adolescente, Daniel fue llevado cautivo a Babilonia, en la deportación que sufrieron los hebreos en el año 586 a. C. Allí creció demostrando singular sabiduría, misma que le llevo a ser nombrado primer ministro de varios reyes.
Entendiendo Daniel, por la lectura del profeta Jeremías, que la deportación estaba a punto de terminar, y preguntando a Dios cuándo llegaría el Mesías para restaurar Israel, recibió del arcángel Gabriel una de las profecías matemáticas más exactas de las Escrituras.
Le dijo Gabriel: “Setenta semanas están fijadas sobre tu pueblo y tu ciudad santa, para poner fin a la rebeldía, para poner fin a los pecados, para expiar la culpa, para instaurar justicia eterna, para sellar visión y profecía, para ungir al Santo de los santos” (Dn 9:24).
Para los hebreos, una “semana” (shabua) significan siete años, siendo el séptimo un año sabático para la tierra. Así fue como Daniel pudo saber que la cautividad de Babilonia iba a durar 70 años (10 “semanas” x 7 años).
Gabriel, además de darle a conocer al profeta Daniel que el tiempo para la restauración de Israel y el triunfo del Mesías sería de 490 años (70 “semanas” x 7 años), le indica, con increíble precisión, el inicio y el fin de las primeras 69 semanas: “Entiende, pues, y comprende: desde que salga la orden para reconstruir Jerusalén, hasta el Mesías Príncipe, habrá siete semanas y sesenta y dos semanas” (Dn 9:25).
Ese periodo de 69 “semanas” (483 años) es exactamente el que va desde el año en que el rey de Persia, Artajerjes, dio la orden de reconstruir Jerusalén y el Templo (457 a. C.), hasta que Jesús fue ungido en ocasión de su bautismo, en el Jordán (26 d. C.); es decir, desde el mes de Nisán del año veinte del reinado de Artajerjes (Nehemías 2, 1-8) hasta el 30 d. C., si se consideran los cuatro años de error de cálculo.
Además, Gabriel le reveló una de las profecías más precisas sobre el desenlace de Jesús en su primera venida: “Y después de las sesenta y dos semanas se quitará la vida al Mesías, mas no por sí” (Dn 9:26).
Sin embargo, pasaron siete años después de la Resurrección y no sucedió el Retorno triunfal de Cristo. De ello se deduce que entre la 69 y la 70 “semana” hay un intervalo de tiempo indefinido, y que la última semana de Daniel está aún por cumplirse.
Respecto a esa postrera “semana” que falta, Gabriel le reveló al profeta Daniel que un caudillo, que San Juan denominará más tarde el “anticristo”, sellará una alianza global con otros gobernantes, pretendiendo someter a todas las naciones y religiones, que perseguirá a los fieles y a los santos (Dn 7, 25), y que a los tres años y medio (mitad de la “semana”) proscribirá el sacrificio divino: “Y por otra semana confirmará un pacto con muchos; y a mitad de la semana hará cesar el sacrificio y la oblación; y en el ala del Templo habrá abominaciones desoladoras hasta el final, cuando la ruina decretada se derrame sobre el desolador” (Dn 9, 27).
A partir de que Daniel recibió la revelación, la identificación con hechos reales quedaría oculto hasta el tiempo final, cuando los protagonistas podrán identificarlos, ya sin duda, a la vista de los hechos: “Pero tú, Daniel, mantén secretas estas palabras y sella el libro hasta el tiempo final, entonces muchos lo abrirán y se aumentará el conocimiento” (Dan 12, 4).
En la era de la Iglesia, casi siete siglos después de Daniel, en el año 96 de nuestra era, el apóstol Juan tuvo una revelación en la que Jesucristo le dio a conocer lo que sería la historia de la Iglesia (capítulos 1 a 3 del Apocalipsis) y lo que ocurrirá durante los siete años de la 70 “semana” de Daniel (capítulos 4 al 19). A ese postrer periodo, Jesucristo y los cuatro evangelistas lo denominaron la “Gran Tribulación”.
Dice San Mateo: “Cuando veáis, pues, la abominable desolación, anunciada por el profeta Daniel, erigida en el Lugar Santo (el que lea que entienda), entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes (...), porque habrá entonces una Gran Tribulación, cual no la hubo desde el principio del mundo, ni la volverá a haber jamás” (Mt 24, 15).
Por la revelación de Mateo “ni volverá a haberla jamás” sabemos que después de los siete años de la Gran Tribulación y de la Parusía, la historia humana continuará en esta Tierra, y es el Apóstol Juan quien nos da a conocer que ese período posterior durará mil años (significando “periodo largo” o quizá, también, mil años efectivos): “Y agarró al dragón, a aquella serpiente antigua, que es Satanás, y le encadenó por mil años; y lo metió en el abismo, cerrándolo y sellándolo sobre él, para que no ande más engañando a las naciones, hasta que se cumplan los mil años, después de los cuales ha de ser soltado por un poco de tiempo” (Ap 20, 2-3).
Sobre la Gran Tribulación, San Juan y San Pablo nos dicen que cinco situaciones la caracterizan: 1) guerras que finalizan en un falso acuerdo de paz en favor de Israel; 2) desastres naturales y cataclismos cósmicos; 3) arrebato de los fieles y persecución; 4) colapso financiero y carestía; 5) apostasía generalizada y gobierno mundial del anticristo.
Si bien los acontecimientos de esos siete años constituyen una dolorosa purificación, lo importante es que son preludio de un final prometedor, el triunfo del bien y la renovación admirable de la naturaleza humana y de todo el orden creado, “la restauración universal de que habló Dios por boca de sus santos profetas” (Hch 3, 21).
San Lucas nos dice que la proximidad del Retorno de Cristo constituye una esperanza para estar seguros y confiados cuando inicie la Gran Tribulación: “Cuando veáis que estas cosas comiencen a suceder, erguíos y levantad vuestra cabeza, porque se acerca vuestra redención” (Lc 21, 28).
Se trata sí, de una purga, pero de aquella que antecede el cumplimiento de todas las promesas de liberación del mal y del pecado que sojuzgan a los hombres: “Así también, Cristo aparecerá por segunda vez, sin relación al pecado, para salvar a los que esperan en Él” (Hb 9, 28).
La Gran Tribulación es la suprema batalla entre el bien y el mal, es la purificación previa a la Parusía, es el final de los tiempos de las naciones antes de que la naturaleza humana y la creación sean renovadas, es la siega que separa el trigo de la cizaña, es la realización del designio original del Creador, es la condición causal para la más grande manifestación de Dios en la historia.