La segunda venida de Cristo tiene que ver directamente con Israel:
Catecismo de la Iglesia Católica (#674): “La Venida del Mesías glorioso, en un momento determinado de la historia se vincula al reconocimiento del Mesías por todo Israel del que una parte está endurecida en la incredulidad respecto a Jesús. San Pedro dice a los judíos de Jerusalén después de Pentecostés: ‘Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus profetas’. Y San Pablo le hace eco: ‘si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos?’. La entrada de la plenitud de los judíos en la salvación mesiánica, a continuación de la plenitud de los gentiles, hará al Pueblo de Dios llegar a la plenitud de Cristo en la cual Dios será todo en nosotros”.
El triunfo de la Iglesia no se dará por un proceso de éxito gradual y evolutivo sino que, al igual que Cristo, deberá pasar por su pasión y muerte para llegar a su resurrección:
Catecismo de la Iglesia Católica (#675): “Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el "Misterio de iniquidad" bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne”. Y añade, en el #677: “La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección. El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal que hará descender desde el Cielo a su Esposa. El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa”.
El milenarismo craso es condenado por la Iglesia sobre todo bajo la forma política de un mesianismo secularizado:
Catecismo de la Iglesia Católica (#676): Esta impostura del anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo histórico a través del juicio esjatológico: incluso en su forma mitigada, la Iglesia ha rechazado esta falsificación del Reino futuro con el nombre de milenarismo (cf. DS 3839), sobre todo bajo la forma política de un mesianismo secularizado, "intrínsecamente perverso" (cf. Pío XI, "Divini Redemptoris" que condena el "falso misticismo" de esta "falsificación de la redención de los humildes"; GS 20-21).
A partir de un decreto del Papa Pío XII, de julio de 1944, la Iglesia condena la idea de que Cristo vaya a reinar visiblemente durante el milenio. Sea en su forma crasa que en su forma mitigada, la Iglesia siempre ha rechazado el milenarismo carnal, sobre todo a partir de exageraciones del hereje Cerinto.
La consecuencia negativa de esa condena, es que la gran mayoría de los teólogos descartó y descarta hoy, juntamente con esa censura específica, cualquier tipo de milenarismo, negando el dogma de fe que fue esencial y generalizado durante los primeros cuatro siglos del cristianismo, que supervivió en algunos autores a lo largo de la historia de la Iglesia, y que fue retomada por el Papa Juan Pablo II en varios pasajes de sus enseñanzas, entre las que destaca la Audiencia General del 14-02-2001.
De la condena de 1944 lo único que se puede concluir es que Cristo vendrá físicamente sólo en su Parusía, para derrotar al anticristo y realizar el Juicio a las Naciones, después de lo cual subirá nuevamente a los cielos para quedar reinando desde la Eucaristía, ahora sí de manera plena, íntegra y universal.
No es conducente, en base a una condena específica, descartar que se lleve a cumplimiento admirable la finalidad misma de la redención, según lo anunció San Pablo a los Efesios: “Hacer que todo cuanto hay en el cielo y en la tierra, quede restaurado en Cristo bajo su jerarquía soberana” (Ef 1, 9).
El Reino, es la realización concreta del plan salvífico de Jesús, que “todos sean uno” (Jn 17, 20) como Él y su Padre son uno, para que finalmente exista “un solo rebaño, bajo un solo pastor” (Jn 10, 16). Será un Reino verdaderamente universal, cumpliéndose las profecías del Antiguo Testamento “Se le dará el poder, la gloria y el reino, y todos los pueblos, lenguas y naciones le servirán” (Dn 7, 14); “Le servirán todos los reyes de la tierra, todas las naciones lo servirán” (Ps 71, 11).
Las características las dan las mismas Escrituras: será un Reino de justicia y de paz (Is 60, 18; Ps 71, 3). Será un Reino de verdadera prosperidad (Ez 34, 26; Os 2, 23; Am 9, 13). Será, sobre todo, un Reino de amor, en el que Dios se mostrará especialmente afectuoso con los hombres (Is 66, 12).
Si ignoramos ese futuro, caeríamos en la ignorancia esencial de Pilatos cuando le preguntó a Jesús: “¿Luego tú eres Rey?”, a lo que Cristo respondió: “Tú lo has dicho, yo soy rey. Para eso he nacido y para eso he venido al mundo” (Jn 18, 37).
De las dos escuelas, milenarista y antimilenarista, nos inclinamos por la primera, de la que al menos sabemos que es una hipótesis científica seria. Y podemos, si no enseñarlo en cualquiera de sus formas, al menos tenerlo en cuenta en su interpretación literal, más acertada como interpretación posible, no condenada y hasta recomendada, como dijo San Jerónimo, “por innumerables santos y mártires de ambas Iglesias, latina y griega”, sabiendo que la interpretación literal no excluye, sino ilumina, la interpretación espiritual, la cual hay que sostener.